30.3.09

1

Parafraseando la canción de Joaquín Sabina:

Yo no quiero un aula civilizada,
con asistencias y escena en el examen,
yo no quiero quince de mayo ni certificación feliz…

26.3.09

Acerca de cuando nadie lee

Llegó el momento. La crisis de “nadie leyó”. Estaba averiguando si alguien había buscado el significado del concepto cognición, y una alumna dijo “más bien debería preguntar si alguien hizo la lectura”. La clase anterior pedí levantaran la mano los que no habían leído, dada la abrumadora mayoría empezamos la estrategia de leer en clase. Venía preparado a sabiendas de que la lectura en cuestión sería de difícil acceso. Supuse, que después de esa primera sesión de lectura en colectivo todos avanzarían un poco el texto, pero no fue así.

Como ya es costumbre cuando se presenta la crisis me siento y pregunto al grupo: “¿Qué hacen sus profesores cuando ocurre esto?”. La respuesta es que se enojan, y pueden hacer dos cosas, una es regañarlos con voz seria, que incluye cuestionar a los estudiantes sobre su responsabilidad como universitarios. He escuchado a compañeros docentes que platican este caso: “hoy sí me enojé, la verdad si los regañé porque no puede ser…”. La otra es indignarse de tal forma que salen dando un portazo, o plantean eso de “doy el tema por visto”.

Hace unos semestres que me vi a mí mismo haciendo la escena del regaño, y me congeló la idea de que otros profesores en otro tiempo, cuando yo era estudiante de licenciatura, me habían enseñado qué decir y cómo. “Ustedes ya están en el nivel universitario… ya no son niños chiquitos… es un privilegio estar en la universidad… ustedes están desaprovechando la oportunidad…” Esos profesores me habían enseñado cómo comportarme automáticamente ante una situación típica del aula. Repito que verme a mí mismo como la trasmisión de una actitud y unas palabra de otros me dio escalofríos, y fue lo que me ayudó a cuestionar mi papel.

Muchas veces los docentes explicamos la falta de lectura de los estudiantes como algo “que arrastran” del sistema educativo, es decir que no leer o no hacer la tarea es un comportamiento de la cultura escolar en la que los alumnos crecieron. Aplicamos este criterio a los estudiantes, pero ¿Y nosotros? Me parece que esta trasmisión del regaño es un ejemplo claro de cómo hemos los docentes “interiorizado”, como se dice, la cultura escolar. En el enojo por la crisis hay emoción y significados que parecen simplemente pasar por nosotros.

Hace unos días la profesora Francisca del Plantel Centro Histórico me compartió una hermosa experiencia de autonomía con niños de sexto de primaria. El grupo logró establecer sus propias reglas, de tal forma que si la docente se ausentaba los estudiantes trabajaban en las tareas colectivas sin necesidad de un adulto. Esto significó para la profesora asumir también las reglas colectivas, algo que simplemente ni siquiera nos proponemos, pues significa, lo saben bien, despedirse del precioso lugar del poder en el aula, un lugar que también aumenta nuestras úlceras, gastritis, u otras enfermedades psicosomáticas gracias a los momentos que se repiten una y otra vez como la crisis de “nadie leyó”.

¿Y en qué concluyó la crisis de hoy? Después de hablar de los posibles significados de la autonomía en el aprendizaje, y de platicar sobre por qué no se leyó, establecimos unos acuerdos mínimos. Acuerdos que no son nada del otro mundo, pero que en ellos va la construcción del grupo.

24.3.09

Representar lo invisible y lo posible: la docencia como escritura (1)

Me gusta pensar la docencia como una actividad de escritura. No es enseñar ni facilitar que otros aprendan, es participar en una escritura continua. El sujeto de la educación anda como el Ulises de Homero, la escritura es su casa. En la escritura las inteligencias se encuentran, las conversaciones se desarrollan, las lecturas se ramifican, el cuerpo puede sentir lo que siente, las finalidades se expresan y los rincones de lo cotidiano se tejen. Nos hemos equivocado al creer que la escritura es esa caricatura del lápiz y el papel, un simple garabateo de sistemas formales, la paradójica producción de una individualidad: ¿Nunca te has preguntado por el sentido de un estudiante respondiendo un examen “escrito”?, ¿Te has preguntado por el sentido de ti mismo en esa escena?


La docencia como escritura es un acto político. Me refiero a comunicar imágenes, metáforas, analogías, argumentos, interpretaciones, dar voz a nuestras voces: explotar el mundo posible de las representaciones. Historizar, poetizar, analizar, sistematizar, teorizar, narrar, sublimar, codificar, formalizar, fantasiar y más. Es un acto político desde el momento en que el mundo educativo que habitamos está vacío de escritura. O, más precisamente, está cercado por escrituras autorizadas: un enorme y gris aparato burocrático de formatos y planes, pruebas y certificados, políticas y reglamentos, programas de estudio y manuales, registros escolares y toda la chorcha de los expertos que encarnan de vez en cuando esta maquinaria. Si la escritura es la posición activa que los colectivos asumen en la construcción de sus propias representaciones, nosotros, los que vivimos la educación, alumnos y docentes, hemos sido enajenados de ella.


El aula, lugar donde se escribe en el pizarrón y en las libretas, donde las plumas y los gises vuelan por horas, y para el cual un torrente de letras más se redactan, es sin embargo una página en blanco para sí misma. Hasta los salones de preescolar, con su registro de adornos de colores, de letras y números gigantes, son escrituralmente más cálidos que las indiferentes aulas universitarias en las que no queda huella del sujeto (salvo por las paletas de madera grabadas, me recuerda Manuel). Cada ciclo escolar es una historia, una épica, una aventura que se tira a la nada bajo el arbitrario y engañoso criterio de “generar conocimientos”.


Hemos aceptado la condición de que los apuntes de clase, los pizarrones llenos, las tareas, ensayos, investigaciones, materiales de estudio y reportes de lectura no tienen nada que decir. Hemos optado por una escritura que en nada nos ayuda a mejorar nuestra escritura del mundo, una escritura predecible (¿Cómo habría exámenes de otro modo?), una escritura que deja intacta nuestra propia práctica, en fin un contra sentido de escritura.

22.3.09

Los nervios del profesor en la primera clase

Las expectativas de un nuevo curso. Las posibilidades de conocimiento que se abren como caminos infinitos debajo de nuestros pies. De nueva cuenta me pregunto ¿cómo empezar? Recuerdo a los profesores en la Facultad de Psicología durante la primera clase. Se veían tan seguros, como si fueran magos haciendo magia sobre el entarimado y con el gis (la barita) en la mano. Ni un rastro de duda. ¡Y que importante era para nosotros los estudiantes esa primera clase! Algo así como la primera cita. ¿Habrá química? Como si ese acontecimiento definiera todo, definiera quién es el profesor (bromista, serio, enojón, sin chiste, exigente o barco) y quiénes son los estudiantes (aplicados, desmadrosos, unidos, divididos, desinteresados o comprometidos), y qué clase de grupo formarían juntos. Después aprendí a ver tras bambalinas, y me di cuenta que muchos de esos profesores comenzaban sus cursos siempre de la misma manera, repitiendo una rutina que les sienta cómoda y detrás de la cual se esconden de la mirada expectante de los alumnos. Aprendí a ver que esto de los salones de clase a veces es como un teatro donde todos somos al mismo tiempo actores y espectadores.

Yo también empiezo mi curso siempre de la misma manera, comunicando a los estudiantes que otra vez tengo dudas y no sé cómo empezar, expresando mis sentimientos desde este lado. Alguno de ustedes pensará “¿Qué tipo de profesor es este que habla de lo que siente?, esto sí que es raro”. Y no lo culparé. Para nosotros, los y las profesoras son hombres y mujeres de hierro, siempre con la respuesta a todas las preguntas, capaces de desplegar ante nuestros ojos esa magia de discurso y pizarrones, de conocimientos, capaces de decir qué hay que hacer y cuándo, y con el poder para decir que es conveniente aprender y qué no, y cuál es la mejor forma de hacerlo. En un sentido se parecen a los padres, pero ese es otro tema. El asunto es que tenemos una imagen del super-profesor, pero ¿Alguna vez se pusieron a pensar que los profesores también son personas? Supongamos que es el inicio de clases, así como hoy, y la nueva profesora simplemente pasa por una depre, como cualquiera de nosotros. Simplemente está un poco “bajoneada”, como se dice, tal vez porque nota un tanto ausente a su pareja, o porque se siente abrumada por el futuro del país. ¿Debemos exigir de ella que sea perfecta y oculte sus sentimientos? ¿Debe dejar de lado todo eso y transformarse como la bati-chica para dar la clase?
A lo que quiero llegar con esto es a que reflexionemos sobre el ambiente que queremos en el salón de clase. Yo prefiero un ambiente en el que se acepta que no soy perfecto y que no tengo la última palabra, un ambiente en el que pueda cometer errores, es decir donde pueda aprender. Una gran equivocación de nuestra imagen del super-profesor es creer que los que tienen el gis y la palabra no aprenden. Pues déjenme decirles que no hay panorama más depresivo para un profesor que un salón de clases donde no tiene nada que aprender (a menos que sea claro un ególatra y vanidoso).

Cuando se habla de lo mal que está la educación en este país, que si el sindicato y los maestros, que si los libros de texto, o la drogadicción y la violencia, francamente yo pregunto ¿Y qué hacemos para que la educación mejore? Parece que hablamos de la educación como algo que está muy lejos, algo que es un problema de otros y en otros lugares. Lo más paradójico es que esa charla de “que mal está la educación” muchas veces ocurre en un salón de clases. Bien, lo que yo digo es que la educación es aquí y ahora, en este salón y la hacemos nosotros. Y antes que el sindicato y todas esas cosas, esta lo que tenemos al alcance de las manos.

Es sin embargo un proceso difícil. Nos acusan de ser profesores y estudiantes tradicionales, y es cierto. Al profesor le cuesta mucho desprenderse del micrófono y ceder a los alumnos parte del control de lo que ocurre, a los estudiantes, por su parte, les cuesta mucho asumir responsabilidad y expresar su propio pensamiento. Sobre nosotros cae todo el tiempo la lápida de la evaluación y del “qué dirán”. ¿Qué dirán mis compañeros de mí si participo?, ¿Qué dirá el profesor si no tengo la respuesta?, ¿Qué dirán los alumnos de mí si me muestro débil?, ¿Qué dirán los otros profesores si mi clase no está en silencio? Y entonces nos preocupa tanto aparentar que aparentamos que enseñamos y aprendemos. Aparento que enseño temas importantes ¡Qué a nadie le importan!, aparento que aprendo, lo suficiente para resolver el examen. Pero al terminar los cursos ¿Qué realmente aprendimos? Nada, o casi nada que valga la pena para nuestras vidas. Entramos y salimos de los cursos siendo los mismos, cuando debería ser lo contrario: cada curso puede ser una aventura que nos trastoca y ayudar a ser mejores personas. Porque ¿Para qué queremos tener conocimientos si no es, como decía Goethe, para estar mejor equipados para la vida?

El ambiente de este curso es algo que tenemos a la mano y sobre el cual podemos empezar a hacer algo. Mi propuesta es sencilla, se reduce a dos palabras: COMUNICACIÓN y CONFIANZA. No tenemos que de pronto expresar nuestros sentimientos y broncas como si fuéramos grandes cuates, eso tal vez ocurra, tal vez no. Comunicación significa responsabilidad por el espacio de trabajo. ¿Qué es eso que de pronto el profesor no viene a clase y listo, sin avisar, y luego aparece la siguiente clase como si nada hubiera pasado?, y ¿Qué es eso que el estudiante de pronto desaparezca un par de semanas, o hasta un mes, y luego regrese, como si nada? Eso es una actitud que quiere decir: “me vale gorro”. No, este espacio, como decía mi maestra Blanca, lo pagan los impuestos del pueblo, y además ¿Cómo podremos aprender algo que valga la pena si no tenemos ese mínimo respeto por el espacio y las personas con quienes aprendemos?

Yo sé que cada uno y cada una de ustedes tiene sus pequeñas o grandes broncas. Y si no las tiene pronto las tendrá. Un trabajo que se puso rudo, una abuelita que está hospitalizada, un novio que no sabe lo que quiere, una distancia enorme que atravesar, un hijo que cuidar o una crisis existencial. Sé que cada uno y cada una es una persona y vive una vida. Solo en un mundo de fantasía (que algunos profesores tienen) ustedes vendrían a todas las clases y harían todas las tareas y lecturas. Pero en estas condiciones difíciles en las que estamos podemos hacer maravillas si tomamos en serio este espacio para aprender. No tengo ningún problema que por un motivo personal se ausenten, pero espero que avisen, y espero sobre todo que en lugar de compadecerse de ustedes mismos, estén dispuestos a plantear soluciones.

Piensen que este es un barco en el que navegamos juntos, pero el barco tiene imperfecciones, y necesita arreglos, ¿Qué hacemos, regresamos al puerto para hacer las reparaciones, o continuamos y vamos sobre la marcha trabajando juntos para seguir adelante? Si creemos que lo mejor es regresar, tal vez estemos pensando que un día este barco puede zarpar sin ningún problema ni dificultad. Pero ¿Cuándo será eso? ¿Cuándo viviremos en un mundo sin problemas? Creo que la idea de regresar es un poco irrealista (así como sus cursos de integración). Ahora, si somos realistas, no por eso dejamos de ser soñadores. No seremos estudiantes del TEC, ni de la UNAM, ni de la UAM, ni del POLI, pero ¿Quién dijo que esas universidades son el modelo a seguir?, ¿El modelo para quién? La UACM se hizo no sólo para dar cabida a estudiantes rechazados, se hizo sobre todo para construir una educación diferente, porque las universidades públicas y privadas tiene series limitaciones en la formación de sus estudiantes.

Fin de la primera reflexión de clase.
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